martes, 27 de agosto de 2019

CONCIERTO MARIA JOA PIRES

MAESTRÍA Y EXPRESIVIDAD EN ESTADO PURO

Uno de los eventos más esperados en esta 68 edición del Festival Internacional de Santander fue el que ofreció la pasada noche la gran pianista portuguesa María Joao Pires (1944), en su extensa gira de despedida.

La sala abarrotada y el Yamaha en el centro del escenario, iluminado por un único foco, que dejaba ese halo tan característico de los recitales de piano de alto nivel. Y salió ella, con su paso tranquilo y su humildad característica, mientras recibía los aplausos de bienvenida del público del festival.

Lo cierto es que, de sus interpretaciones, se ha dicho de todo últimamente, y es de esos pianistas que dividen al público. Por un lado, los defensores de programas cargados de virtuosismo, de la perfección técnica y de la ampulosidad que rodea a los grandes compositores y las grandes obras del repertorio pianístico. Por otro, los “menos perfeccionistas” a nivel técnico, pero que abogan por la cercanía y la sensibilidad. Rara vez se encuentra un término medio.

Un programa al más puro estilo romántico fue el que nos ofreció Pires. Quizá, no ese romanticismo al que estamos acostumbrados, sino, más bien, nos acercó a la cara más delicada, calurosa y sensible de esa época. Y fue de menos a más.

Dos obras de Beethoven (1770-1827) abrieron y cerraron el recital. La primera de ellas, la Sonata para piano op. 13, n. 8 en do menor de Beethoven, compuesta en 1798 y publicada por el editor Hoffmeister bajo el nombre de Patética en 1799. Como comenta Jan Swafford, en su reciente biografía sobre el compositor de Bonn, esta obra marca el paso a la madurez del compositor o periodo Heroico, un “nuevo camino” iniciado con la sinfonía que lleva ese mismo nombre y que lo llevará hasta sus últimas obras. Pires la abarcó de una manera muy personal. Atacó la introducción, el famoso Grave, con un enfoque posado, quizá demasiado, y un lirismo minuciosamente estudiado, con un equilibrio dinámico perfectamente organizado. Lo mismo puede decirse del segundo tema del Allegro di molto e con brio, con los difíciles cruces de manos. La interesante lectura de la pianista se basó en los rubatos y la multitud de pequeños, pero sutiles, cambios dinámicos dentro de los motivos que se iban entrelazando entre las dos manos. Las partes con más brío fueron las que carecieron de más interés, como el primer tema o la coda final del primer movimiento.

El Adagio cantábile fue expuesto de manera clara, con una melodía muy timbrada en la mano derecha y bellamente mecida por la mano izquierda. Un movimiento en forma Rondó, llevado con gran ligereza, posiblemente, para compensarlo con el primer movimiento, y que nos demostró porque Pires destaca por su sensibilidad y expresividad.

El tercer movimiento actúa a modo de cierre, dando a la sonata una estructura cíclica.  Ejemplo de ello es el tema principal, íntimamente relacionado con el segundo tema del primer movimiento, aunque tratado en disminución, es decir, con figuras más cortas. De nuevo sobresale la gran maestría expresiva de la pianista, mientras que la parte técnica (que nunca fue lo más importante para ella), adolecía a veces de precisión.

La segunda obra del compositor alemán es la conocida y última sonata que compuso, la también en do menor, op. 111 n. 32. Estructurada en dos únicos movimientos, es una de las obras culminantes del pianismo, de gran complejidad y envuelta en una pátina de dolor y melancolía.

El primer movimiento, Maestoso-Allegro con brio ed appassionato, vuelve a presentar el tema con una grandilocuente y épica introducción, impregnada de acordes de séptima disminuida. Pires recurre a pausas infinitas, que parecen dejar la idea musical en el aire, sin resolver, pero que, finalmente descansan, o más bien se agitan más, de lo que avanzamos hacia el Allegro. Un movimiento lleno de turbulentos contrastes, pero tamizado de una claridad magistral en el tratamiento del contrapunto (alguien por ahí dijo que Beethoven no sabía componer fugas).

La fuga se nos presenta con una sequedad y textura barroca, que nos recuerda el toque de Glenn Gould, que se va complicando cada vez más a lo largo de la forma-sonata de este movimiento. Fuertes cadencias y agiles saltos, no tan fuertes ni agiles en la interpretación de la pianista portuguesa, compensados por la intensa ejecución de todos los matices escritos por Beethoven. Planos y ritmos perfectamente calibrados, para dotar de un nivel de expresión inusual en este complicado movimiento.

Le siguió el segundo y último movimiento, descrito como Arietta. La organización de planos sonoros, fue tomando cuerpo desde el inicio, presentándonos una pequeña joya teatral. Puede que, influenciado por la ópera italiana, Beethoven escriba este segundo movimiento, en realidad un tema con variaciones, como una serie de arias y recitativos, asignados a distintos personajes, que la pianista supo desgranar, en un derroche de fantasía y sensibilidad. Destacamos la tercera variación, que nos trasladó al mundo del music-hall y del jazz, a través de las múltiples sincopas y acentos en tiempos débiles y golpeteos de pie de Pires en los tiempos fuertes. Los trinos “eternos” de la última variación, ejemplarmente interpretados, llevaron a la culminación, aunque no sea de manera altamente catártica, esta obra y que nos reveló el intenso mundo expresivo y vital, tanto de Beethoven, como de la propia Pires. Un mundo cargado de emociones turbulentas y agitadas, combinado con serenidad y claridad.

Intercaladas entre los dos pilares beethovenianos, nos topamos con otras tantas obras que no suelen escucharse en conciertos de esta categoría, sino más bien en las típicas audiciones de estudiantes de Conservatorio. Se trata de la Arabesque op. 18 y las Escenas de niños op. 15 de Robert Schumann (1810-1856). ¿Por qué estas obras “poco virtuosas”? La propia Pires me contestó al decirme que ella prefiere tocar otro tipo de obras, no tan exigentes a nivel técnico, sino más íntimas y cercanas al público. Y esa fue exactamente la sensación que tuvimos muchos del público cuando escuchamos obras que están presentes en prácticamente todos los programas de educación musical. Algunos se aburrieron, otros nos deleitamos con las sutilezas de Pires, en estas páginas, magistralmente escritas para el piano.

La Arabesque (1839), de poco más de cinco minutos, una soleada idea musical, en su primera parte, con un lirismo bellamente logrado, que muta hacia el minore, más tenebroso y melifluo, imitando los pesados pasos de un viajante ensimismado en sus pensamientos. Ese viajante, en realidad, podrían ser dos, Florestán y Eusebius, los dos personajes-acrónimos presentes en numerosas obras de Schumann, y que poseen caracteres contrapuestos. Esos caracteres son los que podemos percibir en la pequeña miniatura schumaniana.

La segunda pieza, las Escenas de niños (1838), posee cierto carácter pedagógico, pero trasciende la escritura de la otra gran obra didáctica, el Album de la juventud (1848). Las trece obras “programáticas”, con sus subtítulos iluminadores, presentan claras estructuras, contrapuntos suaves y consonantes melodías. Todo ello nos llega a través de una interpretación fresca y explícita, que no reniega de una intensidad controlada y un discurso musical lógico y sugerente.

En resumen, un concierto especial, que inicia la última semana del Festival Internacional de Santander, cargado de maestría y expresividad que nos recordó porque María Joao Pires es una de las mejores pianistas que tenemos.

viernes, 23 de agosto de 2019

LES MUSICIENS DU LOUVRE, MARC MINKOWSKI

OBEDECIENDO EL PODER DE LA MÚSICA CON HÄNDEL Y MOZART
Noche mágica con Les Musiciens du Louvre en el Festival Internacional de Santander

Leidenschaften stillt und weckt Musik?. Es decir, ¿existe pasión que la música no provoque? Si alguien tenía alguna duda, después del maravilloso concierto de la pasada noche, queda claro que no. La agrupación Les Musiciens du Louvre, dirigida por la amable batuta de Marc Minkowski, nos ofreció un delicioso programa, centrado en la figura de Mozart y el mundo sacro.

Ya hemos podido escuchar, en la variada programación del Festival Internacional de Santander, a distintas agrupaciones dedicadas a la música antigua, con diferentes propuestas, tanto a nivel interpretativo como escénico, como Windu Quartet o Forma Antiqva. Hoy era el turno de una orquesta consagrada, con casi cuarenta años de historia, y que cuenta con un amplio curriculum. Es interesante lo que Aaron Zapico (Forma Antiqva) comentaba antes de uno de sus conciertos del FIS. Decía que, aunque no tendría que ser necesario, la música antigua sufre todavía de una especie de “síndrome de inferioridad” respecto a la música que llamamos clásica, que la presiona a justificarse de sus decisiones interpretativas. Eso fue lo que pasó al principio del concierto de anoche, cuando Minkowski introdujo las dos obras y explicó el porqué del reducido coro y los instrumentos, destacando la presencia de la inusual armónica de cristal.

Y comenzó el concierto. La primera obra fue la Oda a Santa Cecilia, de Händel (1685-1759), pero no la original, sino la versión de Mozart (1756-1791).

Una de las características de la música barroca es la importancia del texto y su traducción musical, la llamada retórica, que podemos encontrar en toda la pieza. El texto de la Oda está plagado de referencias musicales (recordemos que Santa Cecilia es el boss de los músicos, como dijo Minkowsi), donde palabras destacadas reciben un tratamiento especial, ya sea a través de un amplio melisma, un amplio salto en forte o una nota mantenida más de lo normal. Es el caso de weckt (“calmar” o “provocar”), Doppelschlag (“redoble”, intensamente realizado por los timbales), zog (“seguir”, donde el bajo imita la acción de seguir con la voz) o Posaune (“trombón”, con la aparición de este instrumento). La orquesta organizó magníficamente la partitura, con una articulación meticulosa y una dinámica equilibrada, haciendo alarde de gran seguridad y dominio del discurso musical.

El ethos de cada número, unas veces majestuoso, otras celestial o dramático, fue expuesto de manera diáfana, tanto en las partes orquestales como en las arias y recitativos. Gran intervención de los tres solistas, que destacaron por su calidad tímbrica y precisión en los trinos y florituras, con una buena pronunciación e intensidad en los registros medio y agudo, desarrollando a la perfección la brillante y locuaz arquitectura sonora de Händel/Mozart. El toque del compositor austriaco lo podemos observar, tanto en el nuevo lenguaje clásico empleado, como en los instrumentos que añade al orgánico haendeliano, como clarinetes, un laúd o la peculiar armónica de cristal, que tuvo su momento estelar en el aria séptima. El texto justifica el empleo de este instrumento: “¿Qué arte puede enseñar, qué voz humana puede alcanzar la perfección del órgano sagrado? Notas que inspiran amor santo, notas que toman su rumbo celestial para unirse a los coros divinos.” No existe mejor descripción para este instrumento, que dejó al público casi reteniendo el aliento. La atmósfera etérea se truncó con la potente voz del bajo solista y concluyó con el magnífico contrapunto del coro final.

Tras el descanso, en el que nos deleitamos con la afinación del órgano, pudimos disfrutar de una de las pocas obras sacras de Mozart, la Gran misa en do menor Kv 427. La retórica musical es llevada al paroxismo. Un Kyrie penitente y sobrio, impregnado por las sutiles y expresivas súplicas de la soprano, un Gloria que sube hasta el cielo, gracias al irresistible do mayor y en el que se cita explícitamente al maestro Haendel. Un Gratias exquisito, que nos muestra como la formidable fantasía de Mozart puede hacer tanto con tan poco texto. En casos como este, podemos observar cómo, poco a poco, la música va tomando el mando y deja de estar subordinada a las palabras (llegando a la “música absoluta” del Romanticismo). Le siguió el Domine, protagonizado por las voces solistas femeninas, con gran fuste y magnífica precisión en las resoluciones cadenciales. Los elaborados y luminosos fugatos contrapuntísticos de Qui tollis, Quoniam o Cum Sancto Spiritu, desgranados con una eficacia intensa y fluida por las orquesta y coro, dieron paso al Credo, cantado por todo el coro, significando a todo el universo, en el que el pequeño motivo de la palabra “credo”, viaja y se desliza suavemente por las cuerdas. El elegante fiato de la soprano encarnó, nunca mejor dicho, el Et incarnatus est, acompañada de un grupo solista de traverso, oboe y fagot. Un doble coro, el del Sanctus, acompañado por los brillantes y precisos metales, que nos traslada al mundo verdiano, nos abandona en manos del triunfal Benedictus final.

En definitiva, un programa y una interpretación que dejó embelesado al público del Festival. Belleza y luminosidad que hicieron brillar tanto a orquesta como a coro, que demostraron porqué son una de las más importantes en este repertorio a nivel internacional, con un sonido perfectamente articulado y exquisitez tímbrica. Han llevado a cabo el lema que canta el coro en la Oda a Santa Cecilia “Gehorsam der Musik”, es decir, “Obedeciendo el poder de la música”.

¡Esperamos verlos pronto de nuevo por aquí!

jueves, 22 de agosto de 2019

ORQUESTA DE CADAQUÉS, GIANANDREA NOSEDA, PIERRE-LAURENT AIMARD

ENTRE CLÁSICO Y (NEO)CLÁSICO

El programa del concierto que ofreció la Orquesta de Cadaqués, dirigida por la batuta de Gianandrea Noseda, la pasada noche del miércoles, estuvo formado por el concierto para piano y orquesta n. 25 de Mozart y Pulcinella de Stravinsky. En general, correcto, pero bastante más “flojo” que el resto de conciertos que hemos podido escuchar en la programación del Festival Internacional.

La primera media hora de la noche, la ocupó el concierto para piano y orquesta n. 25 de Mozart (1756-1791), compuesto en 1786. Fue interpretado por el veterano pianista francés Pierre-Laurent Aimard. Un típico concierto clásico, con sus tres movimientos, rápido-lento-rápido, que pasaron por la sala “sin pena ni gloria”. La interpretación fue singular, si tuviéramos que definirla de alguna manera. Un primer movimiento enérgico, quizás demasiado para Mozart, con alguna que otra duda en el dialogo entre solista y orquesta en la coda, un Andante lírico, pero sin ese toque delicado y dulce típico de los movimientos lentos del compositor austriaco, y un Allegretto rabioso y acelerado, casi más que el Allegro inicial, mostraron un Mozart distinto a lo que estamos acostumbrados a escuchar. Puede que la faceta de Pierre como pianista dedicado más a la música del XX explique esta visión peculiar de entender esta obra clásica.


Con la segunda parte nos adentramos en el siglo XX. Me gustaría realizar una pequeña reflexión. Ya desde finales del siglo anterior, aparecieron una infinidad de –ismos, que plagaron el panorama artístico europeo. Decadentismo, simbolismo, impresionismo, expresionismo, atonalismo, dodecafonismo o neoclasicismo, fueron algunos de los más relevantes. Nos centraremos en el último de ellos, que enmarca la música de uno de los momentos compositivos de Stravinsky (1882-1971). Pero, ¿en qué consiste este famoso Neoclasicismo? La verdad es que no es nada fácil dar una definición, pero intentaremos esbozarla. Digamos que consiste en la elección de un modelo del pasado (de ahí “clásico”) y presentarlo, mutandis mutandis, en el presente (de ahí “neo”).

En el caso de nuestro compositor, existe una teoría verdaderamente interesante que explica una posible razón para esta nueva manera de componer. Consiste en la confluencia de dos factores, muy relacionados entre sí.

Por un lado, el rechazo a todo lo acontecido en las décadas anteriores, como conflictos, desorden, guerras... (véase Romanticismo), por lo que las fuentes se retrotrajeron al mundo clásico, entendiendo como clásico a las épocas del Clasicismo, Barroco, Renacimiento y, por ende, la antigüedad clásica.

Por otro, presenta al Stravinsky despatriado. Debido a la Gran Guerra (1914-1918) el compositor ruso parte a Suiza donde vivirá hasta 1920 (fecha de Pulcinella), cuando, con su familia, se traslada a París. El cambio en su estilo compositivo (venía de una tardo-romanticismo ruso) se explicaría entonces como una manera de reconocerse en una cultura distinta a la suya, tomando así sus “clásicos” y amoldarlos a sí mismo. Una manera de aceptarse y ser aceptado en su nueva casa. De ahí surgen obras como Historia de un soldado o Pulcinella, consideradas las primeras grandes obras de Stravinsky creadas a partir de material ya preexistente. Este momento marcó un antes y un después en la vida y la obra del compositor. Como bien se nos dice en las notas al programa, él mismo llegó a decir que “Pulcinella fue mi descubrimiento del pasado, la epifania que hizo posible todas mis obras posteriores”.

Ahora bien, ¿cómo lo hace en esta obra? La clave reside en lo que podría llamarse “traslado y adaptación”. Stravinsky toma una obra musical, de aquellas atribuida a Pergolesi (1710-1736), que trata un tema y personajes relacionados con la comedia teatral italiana de mediados del XVI, en este caso Pulcinella. Una historia de amor y celos, con cierto parecido al Petruschka de unos años antes. Musicalmente, parece que lo que realiza es un simple arreglo o trascripción de la obra, pero lo que realmente hace es introducir, de una manera sutil y ejemplar al mismo tiempo, las innovaciones melódicas, armónicas y rítmicas de su música posterior. El truco reside en mantener las melodías extremas, es decir, la que más se oye (aguda) y la base armónica (grave), entretejiendo entre ellas esos pequeños cambios, que la han convertido en una pieza clave para entender el siglo XX.

Algo de esto pudimos escuchar la pasada noche. Puede que la orquesta no tuviera su mejor día, y salvó como pudo la compleja ejecución. Algún que otro desajuste entre secciones instrumentales y un sonido ligeramente desgarbado, con acentos exagerados y poco equilibrio dinámico impidieron seguir el discurso musical. También hay que sumar los abundantes y desmesurados gestos del director y el ruido de la tarima, que rompían la magia de esta maravillosa página.

Por lo que respecta a los cantantes solistas (con cortas entradas), destacamos el papel del barítono Nicola Ulivieri, que hizo alarde de una voz poderosa, clara y directa, con un fraseo elegante. La soprano Barbara Frittolo y el tenor Francesco Marsiglia, mostraron un control correcto y dominio del estilo, pero con poca proyección y soltura. También es cierto que su posición en el escenario no creemos fuera la más adecuado, entre director y orquesta, lo que obstaculizaba la llegada del sonido a las butacas. Por otro lado, la falta de equilibrio de la que hablábamos anteriormente, también se notó en los números con los cantantes, en los que en ocasiones prácticamente la orquesta tapaba al solista.

En resumen, un concierto que no pasará a la historia, correcto pero flojo. Aun así, siempre es interesante y enriquecedor poder acercarse a obras de compositores como Mozart y Stravinsky, sobre todo al Pulcinella, clave para la música del XX.