MAESTRÍA Y EXPRESIVIDAD EN ESTADO PURO
Uno de los eventos más esperados en esta 68
edición del Festival Internacional de Santander fue el que ofreció la pasada
noche la gran pianista portuguesa María Joao Pires (1944), en su extensa gira
de despedida.
La sala abarrotada y el Yamaha en el centro del
escenario, iluminado por un único foco, que dejaba ese halo tan característico de
los recitales de piano de alto nivel. Y salió ella, con su paso tranquilo y su
humildad característica, mientras recibía los aplausos de bienvenida del público
del festival.
Lo cierto es que, de sus interpretaciones, se ha
dicho de todo últimamente, y es de esos pianistas que dividen al público. Por
un lado, los defensores de programas cargados de virtuosismo, de la perfección técnica
y de la ampulosidad que rodea a los grandes compositores y las grandes obras
del repertorio pianístico. Por otro, los “menos perfeccionistas” a nivel técnico,
pero que abogan por la cercanía y la sensibilidad. Rara vez se encuentra un término
medio.
Un programa al más puro estilo romántico fue el
que nos ofreció Pires. Quizá, no ese romanticismo al que estamos acostumbrados,
sino, más bien, nos acercó a la cara más delicada, calurosa y sensible de esa época.
Y fue de menos a más.
Dos obras de Beethoven (1770-1827) abrieron y
cerraron el recital. La primera de ellas, la Sonata para piano op. 13, n. 8 en
do menor de Beethoven, compuesta en 1798 y publicada por el editor Hoffmeister
bajo el nombre de Patética en 1799. Como
comenta Jan Swafford, en su reciente biografía sobre el compositor de Bonn,
esta obra marca el paso a la madurez del compositor o periodo Heroico, un “nuevo camino” iniciado con
la sinfonía que lleva ese mismo nombre y que lo llevará hasta sus últimas obras.
Pires la abarcó de una manera muy personal. Atacó la introducción, el famoso Grave, con un enfoque posado, quizá demasiado,
y un lirismo minuciosamente estudiado, con un equilibrio dinámico perfectamente
organizado. Lo mismo puede decirse del segundo tema del Allegro di molto e con brio, con los difíciles cruces de manos. La interesante
lectura de la pianista se basó en los rubatos
y la multitud de pequeños, pero sutiles, cambios dinámicos dentro de los
motivos que se iban entrelazando entre las dos manos. Las partes con más brío
fueron las que carecieron de más interés, como el primer tema o la coda final
del primer movimiento.
El Adagio cantábile
fue expuesto de manera clara, con una melodía muy timbrada en la mano derecha y
bellamente mecida por la mano izquierda. Un movimiento en forma Rondó, llevado con gran ligereza, posiblemente,
para compensarlo con el primer movimiento, y que nos demostró porque Pires
destaca por su sensibilidad y expresividad.
El tercer movimiento actúa a modo de cierre, dando
a la sonata una estructura cíclica. Ejemplo
de ello es el tema principal, íntimamente relacionado con el segundo tema del primer
movimiento, aunque tratado en disminución, es decir, con figuras más cortas. De
nuevo sobresale la gran maestría expresiva de la pianista, mientras que la
parte técnica (que nunca fue lo más importante para ella), adolecía a veces de
precisión.
La segunda obra del compositor alemán es la
conocida y última sonata que compuso, la también en do menor, op. 111 n. 32. Estructurada
en dos únicos movimientos, es una de las obras culminantes del pianismo, de
gran complejidad y envuelta en una pátina de dolor y melancolía.
El primer movimiento, Maestoso-Allegro con brio ed appassionato, vuelve a presentar el
tema con una grandilocuente y épica introducción, impregnada de acordes de séptima
disminuida. Pires recurre a pausas infinitas, que parecen dejar la idea musical
en el aire, sin resolver, pero que, finalmente descansan, o más bien se agitan
más, de lo que avanzamos hacia el Allegro.
Un movimiento lleno de turbulentos contrastes, pero tamizado de una claridad
magistral en el tratamiento del contrapunto (alguien por ahí dijo que Beethoven
no sabía componer fugas).
La fuga se nos presenta con una sequedad y textura
barroca, que nos recuerda el toque de Glenn Gould, que se va complicando cada
vez más a lo largo de la forma-sonata de este movimiento. Fuertes cadencias y
agiles saltos, no tan fuertes ni agiles en la interpretación de la pianista
portuguesa, compensados por la intensa ejecución de todos los matices escritos
por Beethoven. Planos y ritmos perfectamente calibrados, para dotar de un nivel
de expresión inusual en este complicado movimiento.
Le siguió el segundo y último movimiento, descrito
como Arietta. La organización de
planos sonoros, fue tomando cuerpo desde el inicio, presentándonos una pequeña
joya teatral. Puede que, influenciado por la ópera italiana, Beethoven escriba
este segundo movimiento, en realidad un tema con variaciones, como una serie de
arias y recitativos, asignados a distintos personajes, que la pianista supo desgranar,
en un derroche de fantasía y sensibilidad. Destacamos la tercera variación, que
nos trasladó al mundo del music-hall
y del jazz, a través de las múltiples sincopas y acentos en tiempos débiles y
golpeteos de pie de Pires en los tiempos fuertes. Los trinos “eternos” de la última
variación, ejemplarmente interpretados, llevaron a la culminación, aunque no
sea de manera altamente catártica, esta obra y que nos reveló el intenso mundo
expresivo y vital, tanto de Beethoven, como de la propia Pires. Un mundo
cargado de emociones turbulentas y agitadas, combinado con serenidad y claridad.
Intercaladas entre los dos pilares beethovenianos,
nos topamos con otras tantas obras que no suelen escucharse en conciertos de
esta categoría, sino más bien en las típicas audiciones de estudiantes de
Conservatorio. Se trata de la Arabesque
op. 18 y las Escenas de niños op. 15 de
Robert Schumann (1810-1856). ¿Por qué estas obras “poco virtuosas”? La propia
Pires me contestó al decirme que ella prefiere tocar otro tipo de obras, no tan
exigentes a nivel técnico, sino más íntimas y cercanas al público. Y esa fue
exactamente la sensación que tuvimos muchos del público cuando escuchamos obras
que están presentes en prácticamente todos los programas de educación musical.
Algunos se aburrieron, otros nos deleitamos con las sutilezas de Pires, en
estas páginas, magistralmente escritas para el piano.
La Arabesque
(1839), de poco más de cinco
minutos, una soleada idea musical, en su primera parte, con un lirismo
bellamente logrado, que muta hacia el minore,
más tenebroso y melifluo, imitando los pesados pasos de un viajante
ensimismado en sus pensamientos. Ese viajante, en realidad, podrían ser dos,
Florestán y Eusebius, los dos personajes-acrónimos presentes en numerosas obras
de Schumann, y que poseen caracteres contrapuestos. Esos caracteres son los que
podemos percibir en la pequeña miniatura schumaniana.
La segunda pieza, las Escenas de niños (1838), posee
cierto carácter pedagógico, pero trasciende la escritura de la otra gran obra
didáctica, el Album de la juventud (1848). Las trece obras “programáticas”, con
sus subtítulos iluminadores, presentan claras estructuras, contrapuntos suaves
y consonantes melodías. Todo ello nos llega a través de una interpretación
fresca y explícita, que no reniega de una intensidad controlada y un discurso
musical lógico y sugerente.
En resumen, un concierto especial, que inicia la última
semana del Festival Internacional de Santander, cargado de maestría y expresividad
que nos recordó porque María Joao Pires es una de las mejores pianistas que
tenemos.