SANTANDER SE
RINDE ANTE LA LONDON SYMPHONY Y SIR SIMON RATTLE
Cuando repetición no es sinónimo de aburrimiento
La pasada noche del 12 de agosto, en el marco del
Festival Internacional de Santander, tuvimos otro de aquellos días que difícilmente
pasarán desapercibidos. Después del Haydn, Britten y Rachmaninov del día
anterior, esta vez, la calificada como una de las mejores orquestas del mundo
con uno de los mejores directores del mundo (London Symphony Orchestra y Sir Simon Rattle) nos ofreció un “programón”.
Harmonielehre de John Adams, y la
sinfonía n. 2 de Brahms. Dos compositores aparentemente muy dispares, pero que
tienen en común más de lo que parece.
Ya antes de comenzar la puesta en escena impone.
Una masa instrumental y humana, con una gran tarima para las percusiones, y los
violines a escasos centímetros del borde del escenario.
Las 39 repeticiones del acorde de mi menor del
primer movimiento, First movement, ya
nos ponen en situación. Rocas sonoras, a la manera de Stravinsky en su Consagración, nos golpean hasta que la
intensidad decrece y aparece la filigrana minimalista (heredera de Glass y
Reich), esa especie de motor constante que será el hilo conductor de la obra.
Pero no es sólo repetición y repetición, hasta que el ritmo aumente y vuelva a
bajar, y luego a crecer de nuevo, introduciendo los típicos cambios
minimalistas. Adams distribuye ese motor para que vaya pasando por varias
familias instrumentales y alcanzando distintos centros tonales, jugando con las
dinámicas y la aparición del gran tema lírico hacia la mitad del primer
movimiento. Asignado, como no podía ser de otra manera, a las cuerdas e
interpretado con elegancia y gran expresividad por los profesores de orquesta,
este tema nos recuerda sinuosamente a los temas sinfónicos de Mahler o al joven
Schönberg. Parte desde abajo, suavemente, y va subiendo poco a poco hasta
alcanzar el climax en la parte más aguda de las cuerdas y las maderas. El
cohete ha llegado a su destino, allá en el cielo. El final del movimiento
vuelve a las embestidas del comienzo, con un gran trabajo de los metales y las
percusiones.
Como comentamos en la entrada de presentación de
esta obra, el segundo movimiento surge de la lectura de Adams de algunas obras
del filósofo C.G. Jung, relacionadas con la mitología medieval, concretamente
con la figura de Anfortas y sus famosas heridas. De ahí toma el nombre el
segundo movimiento “La herida de Anfortas”.
Un movimiento de una expresividad abrumadora
(también surgido de otra ensoñación del compositor, véase entrada anterior), con
un tema que recuerda el inicio de la cuarta sinfonía de Sibelius. Mientras la
música avanza también suena una sutil y muy curiosa desfiguración de la melodía
de la primera Gymnopedie de Erik
Satie. Curioso porque, algunos, consideran a este compositor casi olvidado el “padre
del minimalismo”, que practica Adams. Por otro lado, Satie fue muy admirado y estudiado
por otro John del siglo XX, John Cage, que Adams admiraba a su vez. El círculo
se cierra.
El tercer movimiento “Maestro Eckhardt y Quackie”,
como vimos en la mencionada entrada sobre esta obra, también se basa en un
sueño del compositor. La densidad musical retoma el final del segundo
movimiento para poco a poco alcanzar la fuerza del primero, con las filigranas
minimalistas y el ya conocido acorde casi percutido. Comienza una verdadera
lucha de tonalidades, entre la original, mi menor, y mi bemol. Ésta última, escabulléndose
entre los metales y las percusiones, zarandeando a su rival mediante las
distintas repeticiones del tema inicial, acaba venciendo el combate. Los dos
juegos de campanas, cada uno en un extremo imitan una fiesta caótica, mientras
que cada instrumento hace su entrada, enérgicamente marcada por Rattle. El
orden dentro del caos, un orden que acaba con un fuerte aplauso.
Un gran trabajo de toda la orquesta, sobre todo
las secciones de viento y percusión, destacando las cuatro flautas y la
trompeta. Tanto es así, que el trompetista fue el único que el directo llamó
para levantarse y saludar.
Distribución sección cuerda LSO |
Tras el descanso y los comentarios, buenos y menos
buenos, dio comienzo la segunda obra programada, la sinfonía n. 2 de Brahms. Decíamos
que no estaban tan alejadas porque el compositor hamburgués, utiliza recursos
que podríamos considerar precursores del minimalismo posterior.
El Allegro
non troppo inicial se construye sobre tres minúsculos motivos de apenas
unas notas, repetidos casi a la manera de Adams. Predomina el carácter elegiaco
y pastoral, aunque no faltan los toques melancólicos de los trombones, que recuerdan
la seriedad típica del compositor alemán.
El segundo movimiento, Adagio non troppo, continúa con el carácter campestre del primero,
mostrándonos un cuadro que podría ocurrir al caer la noche en Pörtschach, resort idílico, donde Brahms lo estaba
componiendo en 1877. El tercer movimiento sirve a modo de transición para dar
pie al vivo movimiento final. Una fuerza desmesurada irradia su energía desde
las manos del director hasta la orquesta, que proyecta un sonido espectacular
hacia el público. Dinámicas perfectamente ejecutadas y un equilibrio del orgánico
estudiado al milímetro, presentan al mejor Brahms, en estado puro.
La ovación del público hizo que los profesores de
la orquesta se volvieran a sentar para interpretar una de las danzas eslavas
del op. 46 del compositor húngaro Dvorak, la n. 7 Skocna, llena de vida y que hizo resaltar a la oboísta de la
orquesta.
En resumen, otro gran concierto de la programación
del Festival Internacional de Santander, con una orquesta de primer nivel, que
cada vez da lo mejor de sí misma, gracias a la batuta de Rattle. Un repertorio
interesante, que une tradición y modernidad, y que esperemos siga en ese
camino. ¡Ya estamos impacientes por escucharlos el verano que viene!
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